Willian Castro Toppin
Dentro de los objetivos o ideales que se presentan
con frecuencia para señalar hacia dónde debe apuntar la docencia universitaria
están el desarrollo en los estudiantes de un espíritu crítico, creativo y
propositivo, sin embargo, cuando uno empieza a analizar ese objetivo dentro de
la práctica cotidiana de lo académico, encuentra un montón de paradojas, en
especial, cuando uno intenta enlazar la relación: sociedad, universidad,
docente y estudiantes. Para poder ser más claro en el planteamiento de eso,
debo aterrizar en una realidad concreta, siendo así, partiré de la realidad que
más conozco: Cartagena, su universidad pública, y la relación entre docentes y
estudiantes a partir de sus asignaturas, pero sin descuidar que todo esto, está
mediado por circunstancias que van más allá de las aulas. Reconozcámoslo,
vivimos en una sociedad clientelista, que cree en las relaciones mediadas por
favores, y que eso define muchas cosas tanto dentro como fuera de los claustros
universitarios, y dicha realidad condicionará en buena parte mucha de la
interacción en términos del ejercicio docente, es por ello que en la
Universidad de Cartagena suelen apreciarse fenómenos relacionados con lógicas
de poder –en unas facultades, más que en otras– que conducen a la aparición en
el aula de formas de autoritarismo y de dogmatismo, que imposibilitan precisamente
el asomo y el cultivo de un espíritu crítico, lo cual medievaliza un tanto las
relaciones en torno al conocimiento. Es posible encontrar en la universidad
relaciones mediadas por la intimidación, la persecución académica, la exclusión
social, el costo político –e incluso, laboral–, la censura y la autocensura.
No
es muy común que un estudiante se atreva a refutar públicamente a un profesor
sobre un aspecto teórico y abstracto que pertenezca a los contenidos de la
clase, o que se atreva a hacerle una corrección pública, o que manifieste un
disentimiento o divergencia (hay miles de historias en la Universidad de
Cartagena, en cualquiera de sus sedes y facultades que corroboran que estas
acciones no son bien vistas por muchos docentes, pero no sé si se advierte la
paradoja, pues con mucha insistencia esto del espíritu crítico y propositivo
suele anotarse en folletos e informes sobre acreditación), se tiene muy
enraizada la idea, que dicho acto –el de que un estudiante contraargumente–
representa una especie de humillación pública, perdida de autoridad o
“empequeñecimiento” como docente, y eso que hablamos de divergencias abstractas
sobre una asignatura, y no entramos a analizar lo que ocurre cuando son
percepciones distintas respecto a lo político o lo ideológico alrededor de los
temas cotidianos y administrativos del Alma Mater. El estudiante intuye que ser
crítico y propositivo es peligroso, en tanto que quedara excluido de los
circuitos de favorecimiento, lo cual atenta contra su desarrollo académico y laboral.
Por ende, optará por el silencio, o por formas sutiles de desarrollar un “juego”
(juegos de simulación, de acomodación, de apuntar el espíritu crítico hacia
zonas donde no golpee de lleno a la estructura de poder, y que no afecte sus
intereses, y en ese sentido, muchos seres humanos son hábiles, en especial,
cuando se trata de la supervivencia, pues esto empieza a asociarse nada más y
nada menos que al instinto de conservación). Con lo cual queda claro, que lo
académico no está desligado de las estructuras políticas y administrativas, y
que intuitiva o racionalmente estudiantes y docentes se saben enganchados a
esas estructuras. Este tipo de situaciones se presentan en todas las
facultades, pero, suele ser mucho más frecuente y abierto, en las facultades de
más tradición: Derecho y Medicina, por ejemplo (a partir de mi curioso “trabajo
de campo”***, me atrevería a afirmar que la facultad de derecho es la campeona
en este tipo de relaciones, y hay tanta consciencia en ello, que es muy común
encontrar la posición de muchos estudiantes frente a un docente retrógrado, de
escribirle en los exámenes justo la respuesta que ellos saben el desea
escuchar, aunque también sepan que dicha respuesta es ampliamente
controvertible.)
El espíritu crítico siempre estará acá debatiéndose con las
inteligencias emocionales y sociales: pues, existe la necesidad de no chocar,
no confrontar –en este caso, ideas, interpretaciones, metodologías, o formas de
evaluar–, ya que hay una necesidad casi ineludible de no ser “mal” referenciado,
de caer bien, o al menos no caer mal. Convendría entonces, que alguna vez se
discuta sobre esto, y qué tanto podríamos hablar de formas de coerción e
intimidación en el ejercicio de la docencia universitaria, pues diera la
impresión que sólo un convencido, un loco, o un temerario se atreverían a
cruzar una línea que podría conducir directo a la hoguera. Cabría aquí
preguntarse ¿cómo se inculcan espíritus científicos e inquietos dentro de
marcos algo “medievales”?. Lo más llamativo de este fenómeno se aprecia, cuando
estudiantes que manifestaron resistencia silenciosa a estos eventos, al hacerse
profesionales encuentran que la sociedad y los procesos laborales de algún modo
le dan razón a esos docentes, con lo cual se corrobora nuevamente el enlace indisoluble
sociedad / universidad. Volvemos al Derecho, me encuentro con cantidades de
amigos que hoy día son abogados, y que de alguna manera ven reflejado ese
oscurantismo de las aulas, en la dinámica de los juzgados, es casi como si la
realidad te dijera tozudamente: “así son las cosas”, con todo lo que implica
aceptar eso, en términos precisamente de que al hablar de ciencia, democracia,
espíritus críticos y propositivos, todo se nos aparezca como un juego de
simulación, o una especie de compleja amalgama. Hay personas que me dicen:
“pero si estamos en Colombia, hay mafias, paramilitarismo, guerrilla,
corrupción del estado, tráfico de influencias a una escala superior ¿cómo
quieres tú que eso no se reflejé así sea en un nivel menor en microcosmos más
pequeños como lo es relacionados con el ejercicio de la docencia en una
universidad?”, ¿hay allí una disyuntiva entre racionalidad e instinto?). Pero
tampoco excluye a facultades como las de Ciencias Humanas, pese a que la crítica
es intrínseca a estas (en estas suele ser más sutil, y se da un refinamiento y
una sofisticación en el arte de las retaliaciones, en ocasiones estudiantes se
preocupan o se despreocupan, en relación a quien les tocó como asesor o lector
de su monografía de grado, ya que suele esperar algún tipo de “venganza” si es
un docente con el cual tuvo diferencias a lo largo de la carrera). Este
fenómeno suele pertenecer a ese grupo de circunstancias que todo el mundo habla
y reconoce en privado, pero casi todos negamos en público. Y pasa a formar
parte de eso que tradicionalmente señalamos con frases como “la vida es así”,
“la sociedad funciona así”, “tienes que adaptarte”, y bueno, es precisamente en
ese contexto en el que quiero reflexionar sobre lo que representa muchas veces
en la práctica la docencia universitaria, y contrastar eso con las ideas que
bajo cierto idealismo se nos inculcan en los cursos o diplomados de docencia. Sin
embargo, esto que he llamado paradoja, resulta aun más curiosa cuando se
alinean todos los discursos, bajo la idea de que estos procesos son necesarios,
pues van en dirección del tipo de sociedad que queremos construir: más justa,
más equitativa, más abierta, más incluyente, más democrática… y volvemos al
juego… ese juego donde la realidad pareciera gritar: “¡¡¡marica, el último!!!”.