martes, 4 de septiembre de 2012

Los abogados y la imaginación


Chavelly Jimenez Castellanos
Abogada

Hoy escuche de un estudiante de derecho de la Universidad de Cartagena, la pregunta más lapidaria que jamás había escuchado en mi vida. Esas preguntas, que te condenan a una hamaca en el Cielo o a un catre en el infierno. Él dijo “Soy estudiante de derecho y me pregunto ¿uno como termina está carrera sin perder la imaginación”. Y entonces recordé, que sin verbalizarla, muchas veces me hice esa pregunta, durante los últimos ocho años. Aún el día que pasé en la reputada Universidad de Cartagena, y mis familiares se explayaban en felicitaciones y elogios, la primera imagen que se me vino a la mente fue una interminable columna de carpetas, llenas de amarillentos papeles y yo detrás de un escritorio intentando leerlos todos. Pasaron los años, y a la par que aumentaban mis conocimientos jurídicos, se elevo mi imaginación. Y entonces, saliéndome de esos cánones sociales, de ese “deber ser” de jurista en potencia, fui combinando los códigos y la jurisprudencia con el arte, la literatura, la izquierda, el feminismo, el amor a los instantes. Mis futuros colegas, mis compañeros de pupitres, veían con preocupación, rayando en la sospecha, mi curvilíneo perfil, que no incluía tacones, ni blower semanal, ni la recitación mecánica de los artículos del Código Laboral. Llegue a amar con desespero aquellas clases, como las de David Mercado, las de Pedro Macia, que incluían toques humanistas, cinematográficos, filosóficos y que eran resquicios de paz en medio de tanto cruce de bala jurídico. Durante mucho tiempo, viví como el más audaz de los espías de las Guerra Fría. Nadé dentro de dos mundos íntimamente relacionados, pues nada más imaginativo que la especulación del discurso jurídico, pero que el sistema insiste en separarlos tajantemente y cada uno de ellos – El Derecho y las Humanidades- condenaba –y aún lo hace- a la hoguera al “correligionario” que cruzará la raya. Creanme, fueron tiempos aciagos.

Han pasados los años. No porque hayan sido muchos, sino porque su paso ha sido contundente y sus secuelas imborrables. Ya me visto como una dama, me echo crema de peinar para cabello liso, me pinto las uñas con frecuencia y camino con tacones como cualquier relacionista pública de hotel cinco estrellas. O al menos, a eso aspiro.Contrario a lo esperable por mis contemporáneos del 2008, hablo de emprendimiento, de derecho comercial, de mercadeo, de propiedad intelectual. Manejo esas “armas del neoliberalismo” demasiado bien, para una persona que llego a condenar sin tapujos el afán de lucro y el aplastante discurso de la globalización económica. Muchos me miran como una traidora. Y no solamente los demás. A veces cuando cierro los ojos en la noche, me pregunto que sería de mi vida si me hubiese retirado “a tiempo”. Incluso, he llegado a pensar que algún día este desdoblamiento me va a pedir cuentas y que quizá en el Juicio Final, me preguntarán porque no fui de una sola pieza, porque insistí en las mezclas, en el aquí y el allá, porque me empeciné en ese “diabólico” discurso de “tomar lo mejor” de cada imaginario e intentar convertirme en una creación de Frankestein, peor que la original, porque hasta su “crueldad” estaba en duda. Y lo peor, y lo más “reprochable”: Por qué lo hice de manera consciente.

Y esta reflexión se me vino a la cabeza, porque asistir a un evento como el Seminario Acción Política y Derecho, organizado por la Facultad de Derecho de la Universidad de Cartagena y la Universidad de León de España, donde al tiempo que se develan los grandes vicios deshumanizadores de la praxis jurídica -esa que uno se aprende de memoria en los parciales-, también se reconoce la legitimación del derecho como herramienta indispensable del cambio social. Cuando una mujer como Claudia Ayola –una sicóloga profesional que también huye de los convencionalismos- dice que es ese reconocimiento del derecho como mecanismo solucionador “el que diferencia a los movimientos sociales de los terroristas”. Es apelar a la critica al sistema, hablándole en su idioma, más allá de las propuestas abolicionistas del Estado que plantean muchos.

Y parecería contradictorio, y lo es, si lo vemos en estricto sentido. Pero es cierto. Hay que aterrizar los ideales. Hay que concretarlos y esto rebasa las buenas intenciones de la academia. Hay que saber gestionar, redactar un proyecto, esperar un funcionario a que termine de hablar por teléfono, apelar a los abogados. Así suene cruel, hay que utilizar las armas del sistema, incluso para combatirlo. Los proyectos políticos, económicos, sociales, son eso, proyectos y no van a pasar del papel a la realidad así no más. Los nombres que aparecen en los libros de historia –Cristo, Napoleón, Hitler, Pablo Escobar, Uribe Vélez- , son los que se llevaron la gloria o el oprobio, pero detrás de ellos, hubo toda una maquinaria efectiva –como las clientelista de las campañas electorales- que hicieron posible esa inmortalidad. De eso se trata.

En conclusión. Sí. Creo en los sincretismos entre lo práctico y lo teórico. Creo en el saber y el saber hacer. Creo en un compromiso con el conocimiento, con la profesión de abogado, sea desde lo público o desde lo privado. Especialmente, creo en la interdisciplinariedad y en las múltiples ventajas que esto reporta. Disfruto por igual una conferencia afincada en tecnicismos y jurisprudencias como aquellas que apelan a los movimientos sociales y a la vida misma, así no tengan nociones epistemológicas. No nos condenemos a un solo lenguaje. No nos pongamos lentes aún sin tener miopía. Igual, se puede ir por el bosque, sabiendo que se va para la casa de la abuelita, pero deteniéndose a hablar con los animales que salen por el camino. Incluso, con los lobos.