domingo, 19 de agosto de 2012

“Milagros y no santos: oscurantismo en el ejercicio de la docencia universitaria” - Irradiaciones desde el Claustro de San Agustín


Willian Castro Toppin

Dentro de los objetivos o ideales que se presentan con frecuencia para señalar hacia dónde debe apuntar la docencia universitaria están el desarrollo en los estudiantes de un espíritu crítico, creativo y propositivo, sin embargo, cuando uno empieza a analizar ese objetivo dentro de la práctica cotidiana de lo académico, encuentra un montón de paradojas, en especial, cuando uno intenta enlazar la relación: sociedad, universidad, docente y estudiantes. Para poder ser más claro en el planteamiento de eso, debo aterrizar en una realidad concreta, siendo así, partiré de la realidad que más conozco: Cartagena, su universidad pública, y la relación entre docentes y estudiantes a partir de sus asignaturas, pero sin descuidar que todo esto, está mediado por circunstancias que van más allá de las aulas. Reconozcámoslo, vivimos en una sociedad clientelista, que cree en las relaciones mediadas por favores, y que eso define muchas cosas tanto dentro como fuera de los claustros universitarios, y dicha realidad condicionará en buena parte mucha de la interacción en términos del ejercicio docente, es por ello que en la Universidad de Cartagena suelen apreciarse fenómenos relacionados con lógicas de poder –en unas facultades, más que en otras– que conducen a la aparición en el aula de formas de autoritarismo y de dogmatismo, que imposibilitan precisamente el asomo y el cultivo de un espíritu crítico, lo cual medievaliza un tanto las relaciones en torno al conocimiento. Es posible encontrar en la universidad relaciones mediadas por la intimidación, la persecución académica, la exclusión social, el costo político –e incluso, laboral–, la censura y la autocensura. 

No es muy común que un estudiante se atreva a refutar públicamente a un profesor sobre un aspecto teórico y abstracto que pertenezca a los contenidos de la clase, o que se atreva a hacerle una corrección pública, o que manifieste un disentimiento o divergencia (hay miles de historias en la Universidad de Cartagena, en cualquiera de sus sedes y facultades que corroboran que estas acciones no son bien vistas por muchos docentes, pero no sé si se advierte la paradoja, pues con mucha insistencia esto del espíritu crítico y propositivo suele anotarse en folletos e informes sobre acreditación), se tiene muy enraizada la idea, que dicho acto –el de que un estudiante contraargumente– representa una especie de humillación pública, perdida de autoridad o “empequeñecimiento” como docente, y eso que hablamos de divergencias abstractas sobre una asignatura, y no entramos a analizar lo que ocurre cuando son percepciones distintas respecto a lo político o lo ideológico alrededor de los temas cotidianos y administrativos del Alma Mater. El estudiante intuye que ser crítico y propositivo es peligroso, en tanto que quedara excluido de los circuitos de favorecimiento, lo cual atenta contra su desarrollo académico y laboral. Por ende, optará por el silencio, o por formas sutiles de desarrollar un “juego” (juegos de simulación, de acomodación, de apuntar el espíritu crítico hacia zonas donde no golpee de lleno a la estructura de poder, y que no afecte sus intereses, y en ese sentido, muchos seres humanos son hábiles, en especial, cuando se trata de la supervivencia, pues esto empieza a asociarse nada más y nada menos que al instinto de conservación). Con lo cual queda claro, que lo académico no está desligado de las estructuras políticas y administrativas, y que intuitiva o racionalmente estudiantes y docentes se saben enganchados a esas estructuras. Este tipo de situaciones se presentan en todas las facultades, pero, suele ser mucho más frecuente y abierto, en las facultades de más tradición: Derecho y Medicina, por ejemplo (a partir de mi curioso “trabajo de campo”***, me atrevería a afirmar que la facultad de derecho es la campeona en este tipo de relaciones, y hay tanta consciencia en ello, que es muy común encontrar la posición de muchos estudiantes frente a un docente retrógrado, de escribirle en los exámenes justo la respuesta que ellos saben el desea escuchar, aunque también sepan que dicha respuesta es ampliamente controvertible.)

El espíritu crítico siempre estará acá debatiéndose con las inteligencias emocionales y sociales: pues, existe la necesidad de no chocar, no confrontar –en este caso, ideas, interpretaciones, metodologías, o formas de evaluar–, ya que hay una necesidad casi ineludible de no ser “mal” referenciado, de caer bien, o al menos no caer mal. Convendría entonces, que alguna vez se discuta sobre esto, y qué tanto podríamos hablar de formas de coerción e intimidación en el ejercicio de la docencia universitaria, pues diera la impresión que sólo un convencido, un loco, o un temerario se atreverían a cruzar una línea que podría conducir directo a la hoguera. Cabría aquí preguntarse ¿cómo se inculcan espíritus científicos e inquietos dentro de marcos algo “medievales”?. Lo más llamativo de este fenómeno se aprecia, cuando estudiantes que manifestaron resistencia silenciosa a estos eventos, al hacerse profesionales encuentran que la sociedad y los procesos laborales de algún modo le dan razón a esos docentes, con lo cual se corrobora nuevamente el enlace indisoluble sociedad / universidad. Volvemos al Derecho, me encuentro con cantidades de amigos que hoy día son abogados, y que de alguna manera ven reflejado ese oscurantismo de las aulas, en la dinámica de los juzgados, es casi como si la realidad te dijera tozudamente: “así son las cosas”, con todo lo que implica aceptar eso, en términos precisamente de que al hablar de ciencia, democracia, espíritus críticos y propositivos, todo se nos aparezca como un juego de simulación, o una especie de compleja amalgama. Hay personas que me dicen: “pero si estamos en Colombia, hay mafias, paramilitarismo, guerrilla, corrupción del estado, tráfico de influencias a una escala superior ¿cómo quieres tú que eso no se reflejé así sea en un nivel menor en microcosmos más pequeños como lo es relacionados con el ejercicio de la docencia en una universidad?”, ¿hay allí una disyuntiva entre racionalidad e instinto?). Pero tampoco excluye a facultades como las de Ciencias Humanas, pese a que la crítica es intrínseca a estas (en estas suele ser más sutil, y se da un refinamiento y una sofisticación en el arte de las retaliaciones, en ocasiones estudiantes se preocupan o se despreocupan, en relación a quien les tocó como asesor o lector de su monografía de grado, ya que suele esperar algún tipo de “venganza” si es un docente con el cual tuvo diferencias a lo largo de la carrera). Este fenómeno suele pertenecer a ese grupo de circunstancias que todo el mundo habla y reconoce en privado, pero casi todos negamos en público. Y pasa a formar parte de eso que tradicionalmente señalamos con frases como “la vida es así”, “la sociedad funciona así”, “tienes que adaptarte”, y bueno, es precisamente en ese contexto en el que quiero reflexionar sobre lo que representa muchas veces en la práctica la docencia universitaria, y contrastar eso con las ideas que bajo cierto idealismo se nos inculcan en los cursos o diplomados de docencia. Sin embargo, esto que he llamado paradoja, resulta aun más curiosa cuando se alinean todos los discursos, bajo la idea de que estos procesos son necesarios, pues van en dirección del tipo de sociedad que queremos construir: más justa, más equitativa, más abierta, más incluyente, más democrática… y volvemos al juego… ese juego donde la realidad pareciera gritar: “¡¡¡marica, el último!!!”.